Ahora son solo
una imagen en mi memoria. Aparecen ante mí con una plasticidad tan armoniosa en
medio del caos en calma de la Plaza Venezuela nocturna que ya se asoma a la
madrugada, con su propia fauna podrida y conservada en el alcohol barato de
botellas de ron. A su lado, tu silueta aparecía casi poderosa, como si con ella
ocurriera en ti la capacidad de proporcionar protección en tus espaldas
estrechas, tu cintura fina, tus brazos lisos, incluso en tus largos dedos de
uñas pequeñas, apretando autoritariamente su diminuta mano morena contra la
tuya. Así, poseyéndola, caminabas con los pasos calmados y decididos de un
hombre que está perfectamente consciente del espacio que ocupa, de su aquí y su
ahora; de quien sabe que ya se aproxima el cierre de la estación y que es mejor
apresurarse.
Los veo una y
otra vez alejarse con una frescura de faldas revoloteando entre la brisa breve
de la noche, apenas se distinguen los pliegues cuando pasan bajo un farol
titilante y volteo el rostro, con la premonición de que esa imagen va a
acompañarme un rato, junto a la inexplicable sensación de fracaso al descubrir,
con un cierto dejo de indignación inconsciente, lo viril que parecías a su
lado.
Nos
encontramos un día en un café bonito, caro, de moda, donde alguna vez me reunía
con algún loco para discutir sobre la obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica; donde alguna vez me reunía con una amiga muy querida
para hablar sobre las babas de un viejo verde y la irracional fascinación que
este despertaba en ella. Pasé por tu casa antes y caminamos por la avenida,
hacía fresco porque la brisa tarareaba entre los árboles un arrullo de olvido y
felicidad. Ibas con los guiños del sol en las piernas, desvergonzadamente
coquetas entre unos chores muy cortos. No me detuve a escuchar nada, parloteaba
incesantemente con esa cháchara impulsiva que exponen las personas condenadas a
la soledad, y tú escuchabas aprehensiva, con una ansiedad en tus ojos rasgados
que no noté hasta mucho después, cuando reviví los momentos una y otra vez en
busca de indicios, de señales, de algún aviso que hubiera pasado por alto
durante el ensimismamiento que me había embargado durante esos dos años.
No recuerdo
qué pedimos, pero sé exactamente en qué mesa nos sentamos, porque cada vez que
vuelvo la rehúyo con una suerte de temor pasivo, de respeto distante. “Estamos
juntos desde hace unos meses”, dijiste precedida por no sé qué frase
insignificante, con los ojos oscuros brillantes de angustia y te dejé para ir
al baño, con las ganas de no regresar a la mesa atrapadas en la garganta,
presas en el vértigo del vientre.
Era su
cumpleaños y le pedí a uno de ellos que cantaran una canción para él. Cuando
habló para soltar la dedicatoria, aplaudí como si pretendiera que él me
escuchara desde donde esté. Dejé que las lágrimas se secaran con desdén sin
siquiera brotar, sin apenas perturbarme con su impertinencia. Solo conocía una
canción de aquel tributo, pero me mantuve allí hasta el final nada más por la
celebración que ese día implicaba, sin pensar en el terror que me producía
tomar la autopista esa noche, en la ausencia de cualquier compañía.
Te vi y el
terror del regreso en soledad dejó caer las palabras dentro de mi lengua.
Accediste y me alegré, porque cualquier copiloto haría el oscuro retorno
infinitamente menos lúgubre y pensaba que de cualquier modo no era ningún
desvío dejarte donde ella vivía, me daba lo mismo propiciar un encuentro más
entre ustedes; después de todo, fui yo quien les llevó a estar juntos en primer lugar.
Las luces
entraban y salían de mis tímpanos a mucha velocidad, mientras todo dentro de mí
ocurría con gran lentitud. Te imaginaba gritando del otro lado del auricular
mientras él respondía, disminuyendo más y más en el asiento de al lado,
trabándose su lengua desesperada entre argumentos y explicaciones que tú no
parecías querer escuchar. Te imaginaba furiosa y al mismo tiempo no te concebía
en tal actitud. Creí poder recrear la expresión de tu rostro al momento del
retorno, pero no existe; se perdió.
Llegamos sin
hablar, apenas nos miramos al despedirnos; descendiste del carro soltando la
puerta con un golpe seco, con los ojos lejanos, y fuiste fundiéndote con las
luces, entre pasos desiguales, cortos. No miraste atrás, no te volteaste.
Entonces supe que hacía ya tiempo que te había olvidado. Y a ella.