martes, 17 de diciembre de 2013

Olvido

Ahora son solo una imagen en mi memoria. Aparecen ante mí con una plasticidad tan armoniosa en medio del caos en calma de la Plaza Venezuela nocturna que ya se asoma a la madrugada, con su propia fauna podrida y conservada en el alcohol barato de botellas de ron. A su lado, tu silueta aparecía casi poderosa, como si con ella ocurriera en ti la capacidad de proporcionar protección en tus espaldas estrechas, tu cintura fina, tus brazos lisos, incluso en tus largos dedos de uñas pequeñas, apretando autoritariamente su diminuta mano morena contra la tuya. Así, poseyéndola, caminabas con los pasos calmados y decididos de un hombre que está perfectamente consciente del espacio que ocupa, de su aquí y su ahora; de quien sabe que ya se aproxima el cierre de la estación y que es mejor apresurarse.
Los veo una y otra vez alejarse con una frescura de faldas revoloteando entre la brisa breve de la noche, apenas se distinguen los pliegues cuando pasan bajo un farol titilante y volteo el rostro, con la premonición de que esa imagen va a acompañarme un rato, junto a la inexplicable sensación de fracaso al descubrir, con un cierto dejo de indignación inconsciente, lo viril que parecías a su lado.
Nos encontramos un día en un café bonito, caro, de moda, donde alguna vez me reunía con algún loco para discutir sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica; donde alguna vez me reunía con una amiga muy querida para hablar sobre las babas de un viejo verde y la irracional fascinación que este despertaba en ella. Pasé por tu casa antes y caminamos por la avenida, hacía fresco porque la brisa tarareaba entre los árboles un arrullo de olvido y felicidad. Ibas con los guiños del sol en las piernas, desvergonzadamente coquetas entre unos chores muy cortos. No me detuve a escuchar nada, parloteaba incesantemente con esa cháchara impulsiva que exponen las personas condenadas a la soledad, y tú escuchabas aprehensiva, con una ansiedad en tus ojos rasgados que no noté hasta mucho después, cuando reviví los momentos una y otra vez en busca de indicios, de señales, de algún aviso que hubiera pasado por alto durante el ensimismamiento que me había embargado durante esos dos años.
No recuerdo qué pedimos, pero sé exactamente en qué mesa nos sentamos, porque cada vez que vuelvo la rehúyo con una suerte de temor pasivo, de respeto distante. “Estamos juntos desde hace unos meses”, dijiste precedida por no sé qué frase insignificante, con los ojos oscuros brillantes de angustia y te dejé para ir al baño, con las ganas de no regresar a la mesa atrapadas en la garganta, presas en el vértigo del vientre.
Era su cumpleaños y le pedí a uno de ellos que cantaran una canción para él. Cuando habló para soltar la dedicatoria, aplaudí como si pretendiera que él me escuchara desde donde esté. Dejé que las lágrimas se secaran con desdén sin siquiera brotar, sin apenas perturbarme con su impertinencia. Solo conocía una canción de aquel tributo, pero me mantuve allí hasta el final nada más por la celebración que ese día implicaba, sin pensar en el terror que me producía tomar la autopista esa noche, en la ausencia de cualquier compañía.
Te vi y el terror del regreso en soledad dejó caer las palabras dentro de mi lengua. Accediste y me alegré, porque cualquier copiloto haría el oscuro retorno infinitamente menos lúgubre y pensaba que de cualquier modo no era ningún desvío dejarte donde ella vivía, me daba lo mismo propiciar un encuentro más entre ustedes; después de todo, fui yo quien les llevó a estar juntos en primer lugar.
Las luces entraban y salían de mis tímpanos a mucha velocidad, mientras todo dentro de mí ocurría con gran lentitud. Te imaginaba gritando del otro lado del auricular mientras él respondía, disminuyendo más y más en el asiento de al lado, trabándose su lengua desesperada entre argumentos y explicaciones que tú no parecías querer escuchar. Te imaginaba furiosa y al mismo tiempo no te concebía en tal actitud. Creí poder recrear la expresión de tu rostro al momento del retorno, pero no existe; se perdió.

Llegamos sin hablar, apenas nos miramos al despedirnos; descendiste del carro soltando la puerta con un golpe seco, con los ojos lejanos, y fuiste fundiéndote con las luces, entre pasos desiguales, cortos. No miraste atrás, no te volteaste. Entonces supe que hacía ya tiempo que te había olvidado. Y a ella.

domingo, 9 de octubre de 2011

La otra Penélope, o lo que La Odisea no te contó



Para aquellos que conocían su situación, la serie de rituales matutinos que seguían a su despertar, podrían parecer un gran absurdo. Sin embargo, la ilusión renacía en el corazón de la reina cada vez que la luz del sol naciente inundaba su balcón, bañando el tejido deshecho en la severidad nocturna de un brillo irreal. Al sentarse frente a su telar, el frenesí con que se empeñaba en hacer cada una de las facciones del rostro que tejía era irracional y un poco aterrador, dando la impresión de que aquel semblante era cada vez más mítico, más ensoñado. Era como si, más que esperar el regreso de aquel cuyo rostro recreaba, deseara más bien la aparición de la idea que daba vida al rostro.

Era perfectamente consciente de que todo el arduo trabajo que ponía en dar vida a aquella imagen era en vano, pues tendría que ser necesariamente deshecho durante la noche, si deseaba poder seguir guardando esperanzas en yacer una vez más junto a aquel que le había prometido volver. Sus días transcurrían así, mientras sus pretendientes aparecían ante sus ojos como espectros imaginarios y de miradas difusas, vagas, perdidas, como salidos de algún sueño tedioso; la ansiedad que producía ver el tapiz completado, la mantenía viva y con esperanzas, con la vista fija en aquellos ojos que parecían brillar a través del hilo.

Las noches, en cambio, se destejían en el llanto amargo que producía ver destruido por sus propias manos el rostro de aquel a quien tanto amaba. Deshacer el tapiz era como revivir el dolor funesto del adiós, que hacía tantos años la había sumido en la angustiosa incertidumbre que solo el sueño conseguía aliviar.

Lo que ella no sabía es que la gran tragedia de su vida aparecería con el regreso del rey, cuando la realidad la miró directamente a los ojos y, por fin, pudo comprender que lo que ella esperaba no podría volver jamás, pues nunca había existido.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Entre el 8 y el 9 yace un cadáver

Es raro como el humo se vuelve uno con el aire. Todo el toxico junto con lo vital. Quizás sea una manera extraña en que el caos siempre es parte del orden y el orden necesita del caos. La vida y la muerte fundidas para siempre en un solo etéreo.

Como el silencio de la noche unido con el alba, para así unir dos almas al mismo compás.

Si suena, entonces ¿como sonará? Si lleva un ritmo ¿se sentirá? Y entonces nada puedes idear, solo vivir y respirar...





El hada, la sirena y la palometa.

sábado, 22 de agosto de 2009

De lo que contó la Luna

No se a ciencia cierta qué fue lo que pasó o cómo pasó; mucho menos el por qué. Ni siquiera podría asegurar haber estado realmente ahí cuando pasó, pues, así como pude haber estado, pude no haber estado, si se entiende lo que quiero decir: en las noches algunos prefieren dormir… y de eso sí puedo estar segura.
Ya que hay tanta insistencia en averiguar cómo ocurrieron los hechos, comenzaré mi relato, no sin antes asegurarme de que no serán tomados más seriamente que los viajes de Gulliver y de que se está al tanto de que, al igual que estos, su único objetivo es el de darse a conocer, sin responsabilizar de nada de lo que se mencione a nadie que se mencione en él; lo digo porque hay algunos que no conocen los límites entre Nunca Jamás y lo que se quedó abajo, y prefieren mezclar todo en una jungla de imágenes distorsionadas y complejas que no desembocan en nada bueno o saludable. No se puede perder la vista del horizonte. Quedando todos advertidos, proseguiré.
Es curioso como siempre a la hora de comenzar aparece una jauría de dudas que, bajo el disfraz de “por el bien de la poesía”, terminan por desanimarlo a uno hasta el punto de preferir no contar nada, juzgando esa decisión como la más sabia. Sin embargo, a causa de una necesidad innata de sentirme única en mi especie, o tal vez porque sencillamente no estoy interesada en algo tan sublime como la poesía, voy a escoger el camino peligroso; después de todo, nunca está de más un poco de aventura.
Empezaré por el principio, para no exagerar, (no pueden romperse todos los paradigmas en un solo relato). Acababa de salir a mi paseo rutinario, viéndome como siempre, sintiéndome como siempre, fastidiada de esa luz prestada y tenue de siempre, como siempre. Avancé iluminada por las estrellas a través de la oscuridad, mientras pasaban las horas. Como dije, rutinario. Es inevitable aburrirse cuando se hace lo mismo todas las noches; si le quedan dudas, pregúntele a un centinela, a un guarda faros o a alguna prostituta. Hasta a los mismos poetas los alcanza, en algún momento, esa bestia insaciable que es el hastío.
Como iba diciendo, estaba ya a mitad de recorrido cuando, de algún rincón cercano a mi vista apareció una silueta. Por alguna extraña razón, (sí, definitivamente era extraña), aquella visión llamó mi atención; tal vez fue una premonición de lo que ocurriría más adelante, pero mentiría descaradamente si lo asegurara, así que no lo haré. No sabría describirla con seguridad, pero, así como la guarda mi memoria, llevaba un sombrero de copa sobre lo que, diría yo, era su cabeza, y una capa larga y negra ondeaba alrededor de unas largas piernas, que estaban cubiertas por unas botas del mismo color, y que con cada paso destellaban, reflejando la poca luz que esparcía, (este sí que es un dato curioso: se supone que el negro no refleja la luz).
Ya sé que toda la escena suena irremediablemente a cliché, y parece incomprensible que me haya impactado tanto ésta visión hasta el punto de considerarla digna de ser relatada; y es que en definitiva, si fuese otro el testigo y no yo, probablemente lo encontraría en extremo ridículo. Sin embargo, jamás alcanzarían a imaginar mi frustración al ser conciente de que no podría siquiera aproximar una descripción sobre la sensación que produjo aquel acontecimiento en mí. Lo que más se le avecina sería el efecto que ocasiona contemplar un amanecer a la orilla del mar estando completamente desnudo: en primer lugar, increíblemente incómodo por el frío asombroso que provocan el alba y la brisa marina, combinadas al hecho de no poseer ningún tipo de abrigo, y por otro lado, ser incapaz de resistirse a vislumbrar algo que ya se ha visto y se verá muy seguramente en infinidad de ocasiones.
Ciertamente no había nada de extraordinario en la aparición, y mucho menos hubo algo de extraordinario en lo que sucedió después: la silueta de negro rebuscó un poco en lo que, diría yo, eran los bolsillos internos de la capa. En ese preciso momento no supe qué buscaba con tanto afán, hasta que, después del algún rato, (no podría precisar cuánto tiempo pasó, porque la verdad es que yo estaba medio atontada), se llevó algo a los labios que, después de rebuscar nuevamente durante otro rato, del cuál también desconozco la duración, por los mismos motivos, encendió con lo que había finalmente conseguido que, asumo yo, era un encendedor. Los siguientes minutos los dedicó a fumar lo que, a juzgar por el humo y el olor, que logré percibir a pesar de la distancia que había entre la silueta y yo (sí, de verdad, no miento), era un cigarrillo. Y fue durante este tiempo cuándo ocurrió algo que me emocionó intensamente, algo que no he podido olvidar y que es la acción principal de mi relato: aquella silueta de negro, en toda su pequeñez, me miró fijamente desde donde estaba, y yo, aturdida por sus penetrantes ojos que, como yo los vi, eran tan negros como su capa, tan negros que no podía distinguirse el límite entre la pupila y el iris, o tal vez sería efecto de la oscuridad, tan negra como sus ojos, sentí que iluminaba más que nunca, tanto que llegué a temer que la silueta de negro notara que me había sonrojado… si es que eso es posible.
Transcurridos esos momentos que, tal vez no para él, pero sí se hicieron eternos para mí, y tras finalizar su cigarrillo, la silueta de negro desapareció lentamente, en el mismo rincón cercano a mí vista por dónde había aparecido.
Evidentemente, este evento no parece digno de convertirse en una canción de Rubén Blades, y seguramente Conan Doyle le habría agregado muchos más detalles misteriosos y sangrientos, sin embargo, yo prefiero dejarla así como la recuerdo; después de ser una observadora silenciosa por tanto tiempo, la creatividad muere de inanición, de modo que cuando llega un momento de relatar algo, como éste, lo único que quedan son los hechos. De cualquier modo, voy a repetir que es importante no tomar demasiado en serio esta historia, llevo tanto tiempo soñando con esa aparición, que no podría asegurar si realmente sucedió, o si fui yo y no otra la que lo presenció, si se entiende lo que quiero decir.

viernes, 21 de agosto de 2009

Mucho gusto, me llamo Muerte

Lo conocí una tarde en la que, desesperado por escapar, decidí pasearme por la plaza. Recuerdo haber salido a la calle desbordando ira y tristeza; un intenso veneno destructor ardía dentro de mí, haciéndome desear ávidamente matar algo; sin embargo, en el momento en que sentí ese frío aire de diciembre agitar mi pelo, todo aquél revoltijo de emociones amainó, y entonces pude escuchar la agitación típica de la ciudad en esas horas, y creerla mía. Crucé la calle y caminé unos instantes por la plaza, recorriéndola de lado a lado, observando las parejas que vivían sus pocos minutos de felicidad; a la gente que esperaba a otra gente, ensimismados en pensamientos muy probablemente inútiles; a los niños que distraídos olvidaban lo que perdían. Divisé un banco deshabitado en la esquina, y hacia allí me dirigí. Al sentarme, encendí un cigarrillo y dediqué los minutos siguientes a fumarlo perezosamente.
Fue entonces cuando, de la nada, noté que un hombre bajo y redondo se me acercó; su cabeza llameaba y llevaba el cielo en sus ojos. Se sienta a mi lado y, sin decir una palabra, saca de su paltó un cigarrillo.
-¿Tienes fuego? – pregunta. Enseguida, sin responderle a causa del desconcierto, le paso el encendedor. Me perturbó el destello que vi en su mirada cuando acercó lentamente la llama para prender el cigarro; estaba nervioso, expectante y, sin embargo, me mantuve impasible.
-Gracias – dice, devolviéndome el encendedor.
-Disculpe – comencé, sin alcanzar a contenerme, luego de varios minutos tensos e incómodos, por lo menos para mí. - ¿Nos conocemos?
-No. – se limitó a responder. Su mirada se perdió en el infinito durante un momento, mientras seguía fumando inspiradamente su cigarrillo; luego, continuó. – Más bien tú no me conoces a mí, y, sin embargo, yo vine hasta aquí precisamente para que me encontraras.
Permanecí callado por varios segundos, atontado, intentando asimilar aquella respuesta formulada tan seria y fríamente, sin poder olvidar el dejo de fastidio en su voz, como si se tratara de algo que decía a diario.
-No comprendo – dije, finalmente.
-Ya lo sé. Estoy acostumbrado a ser incomprendido. – contestó, dejando el cigarro a medio camino. - De hecho, es muy probable que este encuentro termine y tú sigas sin comprender absolutamente nada.
-¿Encuentro? – pregunté al rato. No podía entender por qué me comportaba de esa manera tan estúpida.
-Ajá. Es el momento oportuno. Ahora, lo demás depende de ti. – respondió, y seguidamente se llevó de nuevo el cigarrillo a los labios. Yo no entendía nada. – He visto tantas cosas, tanta gente rara, que ya he decidido no angustiarme por la lentitud, rapidez o manera en la que haga lo que vengo a hacer.
Preferí no reflexionar más acerca de lo que decía, de igual modo, parecía que aquél tipo nunca iba a darme alguna respuesta coherente. “Algún desequilibrado”, pensé; de modo que decidí seguirle la corriente, sólo para divertirme un rato, bien sabe Dios que lo necesitaba.
-Y ¿qué viene usted a hacer?
No respondió enseguida. Terminó el cigarrillo con mucha calma y lanzó la última parte al suelo, aplastándola lentamente con la suela de sus zapatos de goma.
-Hace mucho tiempo que me esperas; sin saberlo, me anhelabas. Y yo he venido a liberarte.
Por alguna extraña razón, o quizá no tan extraña, aquello me aturdió. De pronto, mi corazón latía sobre mis orejas, y había perdido el estómago en el fondo de aquella desconcertante respuesta. E inmediatamente, por primera vez durante el tiempo que llevábamos hablando, dejó caer aquella perturbadora mirada dentro de mis ojos. Se me hizo imposible sostenérsela, así que miré alrededor y noté que el día había caído. La plaza se veía ahora iluminada por un centenar de luciérnagas que me encandilaban, que entraban y salían de mi cabeza como un torrente de imágenes y frases que ya había visto y escuchado, y que en ese momento adquirían el sentido que no les había encontrado cuando las viví. Finalmente, comprendí que había pasado mis días sumergido en la autocompasión, creyendo equivocadamente que nada de lo que me sucedía había sido trazo de mi propio pulso, y corroído por una miseria inventada. Me di cuenta de que todas las emociones que había sentido durante aquel día, motivadas por el hastío de mi mediocridad, habían llegado demasiado tarde.
Intenté mirarlo a los ojos, sostuvo mi mirada unos segundos y se puso de pie. Intuí que debía imitarlo, de modo que me levanté. Al hacerlo, me indicó con su mano regordeta que lo siguiera, y de manera automática, sin detenerme a reflexionar sobre lo que hacía, como un perro sigue a su amo alegremente y sin resistirse aunque éste lo lleve directamente a su fin, obedecí.